Asúmelo. Eres un ser humano. Y, al contrario de lo que te han dicho por ahí tus amorosos padres, tus cariñosos maestros y tus pedófilos maestros de catequesis, no eres más que parte de una especie más. Una especie que sólo se distingue de las demás porque es capaz de juzgar un poco más allá que las otras lo que hace y decidir si hacerlo o no en base a conceptos abstractos.
Pero esos conceptos son ficticios, no existen.
El amor, la igualdad, la solidaridad, la justicia... todo basura inventada en cada momento por oportunistas para poder mantener equilibrios del poder menos violentos de lo que sería propio de los humanos si no existieran. Si alguien te hace daño adrede, lo que te pide el cuerpo es romperle la mandíbula y darle una buena patada en los cojones. Pero no... el ser humano inventó la justicia... donde un señor que ha estudiado leyes va a decidir cuán mal está que el otro te lastime adrede y le hará pagar por ello. Y ese señor que decide, llamado comúnmente juez, se ha preparado especialmente para conocer las leyes y ser capaz de impartir esa justicia.
Pero, ay señor, aquí falla algo fundamental. Los jueces, la mayoría de ellos, no están ahí porque en un arrebato de humanismo desbordante decidieron que lo que querían hacer en la vida es dedicar sus sesos a discurrir quién tenía razón y quién no en las disputas. La mayoría de jueces están ahí porque es un trabajo muy bien pagado. Muy bien pagado oficialmente y mejor pagado extraoficialmente si se dejan. Y, bendita inocencia, la gran mayoría van y se dejan. Precisamente porque lo que no tienen es vocación. O, más bien, no tienen más vocación que la de acumular dinero y bienes. Y en ese afán se protegerán de la ley desde la ley, protegerán a los que tienen los medios de hacerles ricos y se protegerán unos a otros. Exceptuando, claro está, a aquéllos que atenten contra esa hermandad formada por los propios jueces y sus apadrinados. Es un ejemplo más del putrefacto corporativismo en el que vive el ser humano.
Es el corporativismo vomitivo de los médicos que tapan y esconden las negligencias de sus compañeros en previsión de que éstos algún día tal vez hayan de tapar los suyos, sin importar para nada que la víctima de esa negligencia sea una persona que queda jodida para siempre; y su familia. Es el corporativismo fascista de los cuerpos policiales, plagados de honrados policías que no dudan en defender las acciones rastreras de elementos violentos y amargados que pagan contra el ciudadano de a pie sus miserias internas a base de repartir palos injustificados. Y eso convierte a esos policías honrados en un fascista más. Y es el corporativismo del fumador, que allana de forma completamente irrespetuosa el aire del que todos los seres vivos respiramos, se adueña de él y bajo la bandera inexistente de la libertad defiende que puede joder tu salud cuando le salga de los genitales, porque tiene derecho a ello. Y yo no sé si el fumador nace con un gen menos que le hace incapaz de reconocer ceniceros y papeleras, y que por eso tiene que tirar la colilla, ese recipiente de babas y microbios, de un filtro irreciclable, donde le da la real gana, sin mirar siquiera. Colillas que salen disparadas de ventanas de coches e incendian bosques, colillas que caen al suelo y producen alguna que otra vez quemaduras a bebé que gatean por allí (me pregunto cuántos perros paseantes han acabado con una pata lastimada por pisar sin prestar atención una colilla tirada por uno de estos cerdos).
Porque, entérense bien señores y señoras: el fumador es un cerdo por naturaleza: desde el mismo momento en que aprende a fumar y adopta el hábito, su capacidad para pensar en los demás se reduce, si cabe, aún más, y contribuye a dejarlo todo infestado de su asqueroso residuo. Y así nuestros niños van a la playa a construir preciosos castillos de arena y los decoran con decenas de colillas de todo tipo enterradas por esos guarros fumadores que creen que escondiendo la colilla bajo la arena es suficiente.
El otro día vi como un viejo le gritaba algo inmundo a un chaval, que era también un cerdo, pero tenía la excusa de la adolescencia, por escupir un chicle al suelo. Después de pasar varios minutos debatiendo con otro viejo lo cerdo que era aquel chaval, dio una última calada a su cigarrillo y tiró mecánicamente la colilla al centro de la calle.
El ser humano es egoísta, injusto, miserable y triste. Así que el que no le guste cómo van las cosas que le reclame a Dios que le convierta en perro.